Por Amalia Santos
El gato negro
Agosto 2006
Tengo un gato amarillo y cariñoso, que mantiene la casa libre de ratones, Chuchi, así le llama mi esposa. Aunque debo confesarlo, no me gustan los gatos, me producen cierto miedo. Al mío, lo consiento y lo alimento bien. Chuchi va con frecuencia a casa del vecino que tiene tres gatas ligadas; él las arrulla, las galantea y se gana un pescadito… No me importa mucho que haga eso, ni me fastidia que entre callado por cualquier ventana en la noche o que le dé serenatas a las gatas ajenas. No, lo que siempre me ha molestado es que sea tan cobarde.
Hay un gato negro que nadie quiere: chiquito, flaco, y tan sucio como un perro callejero…, pero es un gato, y ya no recuerdo las veces en que he tenido que defender a Chuchi del negro.
Un gato macho tiene que ser valiente, agresivo, deslizarse por los tejados como un fantasma, y, claro, mantener su dignidad, porque, ¿quién quiere a uno que huye abandonando a las hembras ante el primer zonzo que lo rete? Por eso, aunque lo quiero, le estoy cogiendo antipatía. Ayer mismo salí a discutir con uno que paró su carro frente a mi salida de parqueo. Hay gente así, que son bobos o se hacen… Llego adonde estaba el flaco ese sentado tomándose una cerveza y le digo muy hombre: «Oiga, mueva el carro ya que me está obstruyendo la salida del parqueo», y viene guapetón, y me dice el tipo: «Después que termine mi cerveza. ¿Qué, está muy apurado?» ¡Hay cada gente!
Yo lo dejé, aunque me di cuenta de que a mi mujer no le gustó mucho eso…, pero lo dejé ¡porque yo me conozco! Ahí mismo viro, y cuando llego a la entrada de la casa, ¿qué creen que vi? Pues nada menos que a Chuchi corriendo como un desaforado con el gato negro atrás. ¡Cogí un insulto! Porque yo se lo perdono todo, ¡pero que sea cobarde, no!