Simple y doble
Por Ariadna Arias Martínez
Julio 2007
Dejaron de llamarme Pablo en tercer grado. Mamá iba a la escuela diariamente para que me cambiaran de puesto o a interceder en mis peleas, pero eran inevitables las guerras nucleares. Un día todos me rodearon en un enorme círculo y gritaron hasta despulmonarse: «¡Que viva Elvis, Elvis, Elvisco!». Fue cuando comencé a ver doble y después… Mis ojos observan constantemente a mi nariz y a pesar de los años que llevo con ellos, nunca he logrado adaptarme. A veces imagino que los tengo derechos: ¡Entonces sí sería un chiquito duro! Porque a las niñas les encantan los trigueños ojiverdes y aunque no estoy muy atlético que digamos, sé que morirían por mí. Pero las cosas casi nunca son como uno quiere y los ojos apenas se me han enderezado un milímetro desde que conozco el mundo. Deli es la única que comprende un poco lo que vivo y aun así, nunca me mira de frente:
«Pablo, el problema es que no sé si me ves a mí o a cualquiera que vaya por el otro lado de la calle…» La entiendo, es la única amiga sincera que me queda. Los demás me evitan constantemente o se ríen a mis espaldas. ¡Hasta el jefe de grupo ha caído en los juegos! La semana pasada me quedé dormido en una clase y después de dos buenas palmadas, preguntó con una sonrisa burlona: «¿Elvis, nunca has pensado en trasladarte para una escuela especial? Tienes todos los rasgos: eres bizco y te babeas en las mesas». Me fui del aula y no pensé regresar hasta que pidiera perdón delante de todos. Conversé mucho con Deli y entendí que nada logro con mis arranques, aunque no le veo otra salida a estas situaciones. Ese día también descubrí que el pelo de Deli olía a canela y sentí deseos de tenerla conmigo a cada momento para que me sacara la sonrisa cuando peor estuvieran las cosas.
Al llegar a mi casa mi buen estado de ánimo de nuevo desapareció. «Pablito, como el sábado no puedo estar para tu cumpleaños, desde hoy te voy a dar mi regalo». Sé que debió pasar trabajo para comprar las gafas más oscuras. Odié a mi padre. «Ahora nadie se volverá a reír de tu problema». ¡Claro que no, ahora me llamarían la gamita ciega o el chiquito que esconde los ojos más bizcos del planeta!
Regresé a la escuela a pesar del orgullo y todos silbaron para recordar mi derrota. Era la caricatura preferida que dejaban en la pizarra y las aceras. Las muchachas del aula me lanzaban papeles e improvisaban poemas dolorosos. ¡Hasta le zafé un poco los tornillos a la bicicleta y comencé a violar algunas señales del tránsito! ¡Con suerte desaparecerían cuando menos lo esperaran! Pero de nuevo llegó Deli y su esperanza tejida con hojas de areca, como las muchachas de las pinturas antiguas que traen la sonrisa oculta y los ojos brillantes. «Vamos a caminar, Pablo». De pronto olvido todo lo malo que me ha sucedido. Deli se mete con su olor dentro de mi mochila y entonces le regalo los dibujos que le he hecho al final de las libretas. Me regaña por no atender a clases y pintarla más linda de lo que es. Yo la veo despeinada con el aire que se cuela en la calle vacía, enamorándose del chiquito feo que no mira de frente. Le daré un beso cualquier tarde, con los ojos cerrados. Ella me querrá así, simple y dulcemente… mientras yo me lleno de felicidad por tenerla doble.