
Por Nemo
Amanece y descubres que deseas hacer algo diferente con tu vida: no hablo de emigrar a otro país, eliminar tus perfiles de todas las redes sociales, apuntarte en un deporte de combate — del que desconoces todo, salvo que se practica en kimono — o apuntarte en un curso de Filosofía a distancia en idioma ruso. Quieres retarte con algo nuevo, pero que no sea tan radical.
La primera opción es aprender a encender fuego usando piedras o palos; inmediatamente desistes de algo que podría serte muy útil meses después del Apocalipsis Zombi, pero requiere un tiempo del cual no dispones. La segunda idea que pasa por tu mente es: hacer pan.
Sí, el pan nuestro de cada día, ese que antes de nuestra era costaba cinco centavos, el de miga y cáscara que reclamaba Benedetti. Quizás no resulta un plan muy exótico teniendo en cuenta que existen millones de panaderas y panaderos en el mundo; además de un montón de gente con habilidades innatas para la repostería. Ahora, para ti que eres un advenedizo en las lides culinarias y que a duras penas te inventas un flan y preparas una gelatina, hacer pan es todo un desafío.
No vas a caer en la tentación de buscar una receta por internet; optas por el refrán: quien tiene amigos tiene un central. Dayani viene en tu ayuda y, no solo comparte contigo su fórmula secreta, sino que te regala 20 gramos de levadura. Sus instrucciones fueron escritas para ti, como se le explica a neófito, paso a paso, incluso, contiene frases estimulantes.
Llegas a casa y pones manos a la masa. Te cercioras de tener los ingredientes. Relees los pasos a seguir. Requieres 20 gramos de levadura, así que tomas la primera decisión estratégica: seguirás la guía pero usando solo la mitad de cada porción, así, si algo sale mal, tienes garantizada una segunda oportunidad.
Tropiezas con el primer contratiempo: todas las cantidades aparecen en gramos, y no tienes idea de cómo medir eso. La harina no es tan difícil pues el cartucho original es de 1 kilogramo y, como necesitas 400 gramos, ya está, a ojo, poco menos que la mitad del paquete. Las otras medidas son más complicadas. Azúcar y sal: 60 y 13 gramos. ¿Entonces? Recuerdas que te regalaron 20 gramos justo de levadura, de los cuales usarás la mitad. Sacas en una cuchara esa mitad, y memorizas esa cantidad que representa 10 gramos, ¿no? Entonces agregas 6 cucharaditas de azúcar y una bien llenita de sal. Asumiendo — sin que exista un fundamento lógico detrás — que los tres ingredientes pesan lo mismo. «Con el aceite y el agua no hay lío porque la medida es en mililitros», te dices y sigues con la receta casera.
Empiezas a preparar la masa. En dos ocasiones tienes que ir a internet, pero no para buscar recetas complementarias, sino el significado de las palabras «gluten» y «levar»; no porque fuesen definitorias, pero sí por cultura general integral. Al final para ti dejar la masa una hora en reposo «hasta que leve y crezca el gluten», se traduce en dejarla 60 minutos quietecita.
Este proceso no se realiza en una especie de retiro solitario, sino ante la vista y la crítica de familiares transeúntes que dejan a su paso opiniones y recomendaciones.
«De esa forma en que estás amasando no es cómo dice la receta» (tu pareja, que se autoproclama abogada del diablo).
«Tienes que ponerle más ganas; vago hasta para hacer pan» (tu madre, que quiere traer al presente críticas de momentos anteriores).
«Yo quiero probarlo; bueno, si te sale al final» (tu hermano, que te quiere, pero es consciente de tus potencialidades).
«Tu sobrino está haciendo pan» (abuelo, con complejo de redes sociales, mientras habla con tu tío por teléfono).
«¡Qué bien! Ahora para el cumple de Diego puedes hacer galletas de chocolate o un cake» (cuñada, en extremo utópica, idealista y soñadora).
Por último, enciendes el horno y pones la bandeja con pan a fuego lento. Tropiezas con otra indicación dudosa: no se especifica un periodo de tiempo, solo dice «sacar cuando esté listo».
Transcurren 20 minutos y observas que, ¡oh, milagro!, el pan se hizo, como diría Formell, duélale a quien le duela. Ya estás en el camino de convertirte en un maestro panadero. Lo pruebas, delicioso y calentico, literalmente «acabadito de hornear». Entre tantos comensales, luego de unos minutos, solo quedan migajas. No importa, allí estarán imperecederas las fotos para subir a Facebook, o pasarlas por WhatsApp.
Al día siguiente todos en el trabajo hablan de tu obra de repostería, algunos en secreto admiran tu constancia. Dos días después, al culminar la jornada laboral, te detienes en la panadería y justo en ese instante, pasa uno de tus amigos que aprovecha la coincidencia para intentar atacar tu ego:
— ¡¿Eh, tú no eras el que había aprendido a hacer pan?!
Entonces, consciente de que aquello fue cosa de un día, y para no caer en la trampa del insidioso, respondes sin inmutarte:
— Así mismo, mi hermano: «en casa del herrero, cuchillo de palo».
Y después de esa frase lapidaria, tu ego panadero sigue intacto.
Genial, me encantó, gracias