
Por Nemo
Gabriela quería conversar con él. A pesar de los años de amistad, se sentía como una adolescente cuando, sentada en un banco, le miraba a los ojos y pasaban horas hablando de lo humano y lo divino. En su compañía podía darse el lujo de ser cursi, inocente, «niñata», despistada, olvidadiza. Se mostraba tal y como era hacía quince años.
Aquella tarde lo esperó dispuesta a subir la conversación un poquito de tono. Quería hablarle de sexo. Las charlas con sus amigas le eran insuficientes; su novio ya no estaba para esos debates de principiantes; y quería escuchar opiniones masculinas. Había una dificultad; el simple hecho de imaginar las reacciones de Jorgito la hacían ruborizarse de pies a cabeza.
Por eso fue directo al grano:
— Tengo ganas de, pero al mismo tiempo me da pena, hablar contigo sobre sexo. ¿Por qué mejor no hablamos de comida? — , y con evidente zalamería le guiñó un ojo.
Su interlocutor, amante de las conversaciones con dobles y hasta triples sentidos, captó enseguida la esencia del asunto.
Predecible, ella inició su interrogatorio con una clásica:
— ¿A qué edad saliste a comer por primera vez?
— Un poco tarde en comparación con otros socios del pre. Tenía 16, pero me faltaba poco para cumplir 17. Por suerte, después de ese momento no he pasado casi hambre.
— Yo también a los 17, justo en las vacaciones antes de entrar en la universidad. No sé si sea una opinión sexista pero las mujeres empezamos a comer con más edad que los hombres.
— Ahora voy con dos preguntas — dijo él — : ¿cuándo comes, siempre disfrutas de momentos climáticos?; ¿vas directo al plato principal, o prefieres algún entrante?
Respondió ambas y de manera bastante desinhibida. Le confesó que, además de los entrantes y del plato principal, si se quedaba con hambre solía pedir postre. Incluso, si su novio no quería, no importaba; ella sabía degustar el dulce sin necesidad de estar acompañada.
Aprovechando la complicidad establecida en la conversación, profundizaron en algunas cuestiones. Jorgito se enfocó en preguntas del tipo: ¿Has tenido que fingir algo mientras comes?, ¿Se han dado cuenta de tu mentira?, ¿Crees que los hombres somos incapaces de hacerlo? Mientras, la muchacha quiso saber si él acompaña la comida con otros aditamentos: desde bebidas que pueden estimular la digestión hasta ingredientes para aderezar los platos: miel, sirope, mantequilla de maní, nutella, ¿pasta dental?
Después de dos horas intercambiando intimidades, llegaron a las posiciones preferidas para comer. Y aunque ninguno de los dos coincidió con el otro en las mismas posturas, disfrutaron el imaginarse al contrario en plena acción digestiva.
Como parte del debate, ella insistió en lo importante que resultaba para muchas parejas terminar de comer al mismo tiempo.
— Lo que no puede pasar es que él termine, y yo ni siquiera vaya por la mitad del plato — , enfatizó, a lo que su amigo, presumiendo de su táctica, ripostó.
— Soy de los que prefiere que primero tú quedes satisfecha; después es que pruebo el último bocado. Aunque hay algunas que se embullan y cuando ya todo terminó, se ponen insistentes porque quieren repetir.
— Muy bien por ellas. Esa es la actitud — dijo entre risas.
El tiempo transcurrido los obligaba a ir poniendo fin a la conversación.
— Dos preguntas más y terminamos — prometió ella — : ¿Alguna vez, tú y tu pareja han invitado a comer a alguien más?
— Nunca, somos muy conservadores en ese sentido, preferimos comer solos. Te queda una.
— ¿A ustedes les gusta ver televisión mientras comen?
Jorgito entonces palideció. La «normalidad» en aquella interrogante le cayó encima como un cubo de agua fría. ¿No era acaso que hablarían en doble sentido? ¿En qué momento la conversación dejó de ser sobre temáticas sexuales? «Sentarse a comer frente al televisor, pensó, es lo más común del mundo. ¡Ay, qué papelazo estoy haciendo!». Y entonces, Gaby, al notar la cara de sorpresa y estupefacción de su amigo, corrigió enseguida su pregunta:
— Mijo, me refiero a que si mientras comen, les gusta ver en televisión a otras personas comiendo.