Los finales e inicios de año evocan recuerdos de personas queridas, cercanas, algunas que ya no están en esta tierra. Estas remembranzas traen consigo tristezas, pero también alegrías; como el caso de personas muy singulares, como el abuelo de Marlen.
A pesar de sus años conservaba el mismo espíritu ocurrente de cuando era un niño. Cuentan que en la primaria, en la clase de Matemáticas, escribió en la pizarra como resultado de una resta numérica: tres menos dos igual a… «El Cangri». Por supuesto, el dislate le valió que sus padres se reunieran con la maestra y un consecuente castigo.
Siempre fue más de la calle, del barrio, que de la escuela o de la casa. Montaba chivichana, bailaba el trompo y era el mejor de todos jugando bolas, de hecho, una frase suya en aquellas lides gozó de gran popularidad en la barriada capitalina: «kimba, pa´ que suene».
En su etapa adolescente mataperreaba asiduamente en compañía de otros tres chamacos del barrio, por eso les apodaban: «Los cuatro». Este fue un periodo problemático de su vida, pues la pequeña banda citadina se dedicaba a pintar grafitis en muros y paredes con mensajes estridentes: «Pidiendo el último y pa´ trá» o «Con nosotros no se baila en pulla».
Cuando cumplió 18 años, vino el Servicio Militar a interrumpir, por dos años, aquella vida callejera. Ese tiempo le bastó para que se forjara su carácter y empezara a asumir la vida con mucha más responsabilidad, convencido de que no podía seguir por la vida «a la my love».
De esos tiempos en que había hecho guardia con un fusil AKM colgado del brazo, le quedó la costumbre de leer. Devoraba volúmenes enteros con mucha sagacidad. Así, con el tiempo, se volvió un hombre sabio, tal como yo lo conocí, cuando ya era el abuelo de Marlen.
Narran de su amor con Adelaida, la abuela de mi amiga, que fue algo épico. Él, que le llevaba uno años, la vio por primera vez en una fiesta de esas que hacían en los bajos de su edificio. Desde que se cruzaron las miradas, el deslumbramiento fue mutuo. No hubo necesidad de excesivos flirteos. Se le acercó con aires galantes y le preguntó con voz de locutor: «Menorcita, dime cuál es tu vuelta»; y ella le correspondió con elevada zalamería: «A mí me gustan mayores». Puro romanticismo.
El viejo no caía en los clichés de acusarnos bajo la eterna letanía de que «la juventud estaba perdida». A modo de moraleja, a partir de sus propios aprendizajes, nos restregaba en la cara: «Yo nunca me perdí, ahora fue que me encontré». Además, combatía enérgicamente las superficialidades, y nos alertaba: «En la farándula no hay amor, en la farándula hay maltrato».
Cuando su nieta llegaba de la universidad con notas sobresalientes, no había nadie ese día más feliz en todo el vecindario. Todavía me parece estarlo escuchando cuando, repleto de orgullo, sentenciaba: «la calidad es la calidad».
El día que Marlen publicó su primer artículo periodístico en un medio nacional, a todos les enseñaba el periódico: «Miren, miren, esto es un palo por la cara»; y exclamaba, para que todos lo escucharan: «Ave María, ¡qué riquera!».
Quizás ese entusiasmo, mezclado con el cariño que le profesaba a su familia, era lo que hacía que nunca perdiera los estribos. Por mala que estuviera la situación, se mantenía muy ecuánime: «Total, el cuartico está igualito». Nunca se le escuchó un «bajanda» fuera de todo, ni poner fin a una discusión diciendo: «No me da mi gana americana». Por el contrario, con nosotros siempre fue de trato amable, a pesar de que a mi amiga le gustaba cuquearlo. Cuando lo molestaba, y él quería que lo dejara tranquilo, levantaba la vista del libro que estuviera leyendo y le decía en tono de abuelito comprensivo: «Suéltame, la mía». Y ella se reí, y el abuelo reía, y todos reíamos a carcajada.
Ahora que empieza otro año, y que es inevitable pensar en las personas queridas, pienso en el abuelo de Marlen, tan chévere, tan sabio, tan contemporáneo, lo que se dice un hombre «adelantado» a su tiempo.